Escribir es un proceso arduo y, en general, largo (al menos cuando los tiempos dependen de nosotros). Creo que todos los que escribimos conocemos algún método para aumentar nuestra productividad. Podría apostar sin temor a equivocarme que todos hemos probado al menos alguno, sea uno validado de antemano por otras personas o —al fin y al cabo nos preciamos de ser mentes creativas— de nuestra propia cosecha.
Escribir es, también, un proceso indescriptible. Como ocurre con toda acción que involucre de manera in-mediata a nuestro cuerpo (aunque luego esa energía creativa deba de manera forzosa ser mediada por dispositivos a efectos de ser plasmada en un soporte que permita su legibilidad), la experiencia es intransferible. Solo quien pinta, quien realiza algún deporte, quien baila —para hacer un recorte de un corpus muy amplio— sabe lo que se siente en ese momento donde cuerpo y mente se funden y nos movemos en el ámbito donde todo ocurre antes de que podamos dar cuenta de ello o racionalizarlo de alguna manera. Podemos, a posteriori, hacer un recuento minucioso de los pasos necesarios para lograrlo. E instruir a otros en los atajos que nosotros descubrimos después de haber recorrido miles de caminos que nos llevaron a un punto muerto hasta dar con ese que nos llevó a la meta deseada en alguna etapa, que nunca será la definitiva.
Pero la única maestra verdadera es la experiencia propia.
Es por eso que me parece importante recordar, en este momento en que tantos nos proponemos comenzar a escribir o reanudar proyectos que dejamos pendientes, dos cosas.
La primera es que los métodos para aumentar nuestra productividad pueden ser útiles, pero de nada sirven si no están acompañados por un intenso, profundo e ineludible deseo de escribir. Muchas veces, cuando una historia nos elige como su canal de expresión (porque soy una convencida de que una historia elige a aquella persona que podrá comprenderla incluso en los aspectos que se niegue a revelar) la vida, con sus urgencias, nos induce a ignorar su voz. Pero esa historia, que ya nos eligió entre millones de otros emisores potenciales, nunca nos abandonará y seguirá dentro de nosotros, manifestándose de muchas maneras hasta que hagamos nuestra su voz y encontremos el tiempo para difundir sus ecos. Y eso implica un —a veces moderado, a veces radical, siempre necesario cada cierto tiempo— replanteo de nuestras prioridades.
Toda historia que ya nos haya elegido vive en estado latente dentro de nosotros y nos habla de diversas formas. Es mi deseo que hagamos el propósito de quedarnos en silencio al menos unos minutos al día. Y comenzaremos a reconocer, aunque al principio sea de manera débil, esa voz que en cierto modo es el reflejo de la nuestra.
El segundo recordatorio está dedicado a aquellos que muchas veces sintieron los sonidos de esa historia —y, quizá más importante, supieron comprender sus silencios; que también forman parte de su identidad— pero nunca dieron ese paso a lo desconocido que implica poner el cuerpo: frente a uno mismo, frente al papel, frente a los potenciales lectores y también frente a esa historia que nos dará su propio veredicto una vez que finalicemos esa traducción, siempre imperfecta, de su lenguaje al nuestro. Que este año sea el momento de atreverse y dar rienda suelta a ese impulso creativo. No importa si leyeron millones de técnicas para comenzar a escribir, muy pocas o ninguna. De cara al papel o a la pantalla nunca debería haber jueces externos (ni siquiera el famoso lector ideal; en algún momento publicaré un texto con técnicas para anularlo, si es que le damos entidad a su existencia). El único juez al que debemos enfrentarnos es a nosotros mismos, y debemos tomar la decisión de no tomarnos muy en serio. El proceso creativo es libre, o no es tal. Las únicas restricciones deberían ser las impuestas por nuestra imaginación y nuestras percepciones del mundo, que a veces creemos mucho más rígidas de lo que son, cuando en realidad son flexibles y pasibles de ser ampliadas a través de cada nueva vivencia.
Un año creativo puede ser incierto. Pero nunca será en vano.
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