Existen numerosos libros que, sin dar de manera explícita consejos para escribir, nos permiten reflexionar acerca de esa práctica y de nuestra manera de abordarla.
Uno de esos textos es una obra de Pierre Bourdieu que recomiendo mucho a quienes se dediquen a escribir y no la hayan leído: Las reglas del arte – Génesis y estructura del campo literario. En ella, Bourdieu analiza la figura de Gustave Flaubert y teoriza acerca de una de sus principales obras: La educación sentimental.
Quizás el legado más rico de un escritor, antes que su material publicado, sean los textos destinados a su círculo más íntimo o los que por alguna razón permanecieron inéditos durante muchos años, aunque luego hayan visto la luz. En el caso de Flaubert, como en el de tantos otros, ambas condiciones confluyen en sus cartas, varias de ellas destinadas a colegas del campo de la producción artística.
En un pasaje del libro de Bourdieu, se hace referencia a una carta escrita por Flaubert a su amigo, también escritor, Ernest Feydeau. Este último está viendo cómo su esposa es consumida por una enfermedad y el intercambio epistolar deriva a una suerte de muy breve teoría acerca del papel del dolor en la creación de una obra.
Por un lado, de las palabras de Flaubert en sus cartas hacia Feydeau se desprende que, en el fondo, un artista debe poder capitalizar cualquier suceso de vida, incluso el más doloroso, y traducirlo en una creación. Y por el otro, marca una línea divisoria entre el autor que parte del dolor para crear algo sublime y los burgueses que consumen esa producción sin tener la sensibilidad necesaria para descubrir cuál es la materia prima latente de aquello que ellos solo logran ver como un pasatiempo. En palabras de Flaubert, los artistas son como los gladiadores: entretienen a los burgueses con sus agonías, aunque estos en su insensibilidad no se den cuenta de esa ironía.
Cuando la esposa de Feydeau finalmente muere, Flaubert le escribe una nueva carta donde enfoca desde otro ángulo la cuestión del dolor. Sostiene que él sabe que el dolor deviene un placer a través del que se aprende a disfrutar del llanto pero que, a la vez, el alma se va disolviendo en el proceso y el espíritu se corroe en ese mar de lágrimas. Y que, de continuar por ese camino, el sufrimiento se torna un hábito y una manera de ver la existencia que la vuelve intolerable.
En la literatura, como en la vida, no existen tantos grados de separación como solemos —o, a veces, nos gustaría— creer. En el fondo, cualquier tema es universal y pertenece a un repertorio arquetípico finito; solo está expresado de maneras particulares. Por eso, en el momento en que leí esas cartas no pude evitar recordar a Eckhart Tolle y su teoría del cuerpo-dolor (para quienes nunca hayan leído a Tolle, el cuerpo-dolor es —según él— una entidad asociada al ego que siempre busca sobrevivir y se nutre del dolor que sentimos, por eso nos incita de manera inconsciente a regodearnos en el sufrimiento). Y pienso que también hay algo de ese concepto en el relato El Horla de Guy de Maupassant, quien (casual o causalmente) fue durante algún tiempo una especie de protegido de Flaubert.
Volviendo a la carta, un poco más adelante Flaubert le sigue bajando línea al pobre Feydeau, quien en lugar de recibir consuelo era más bien el destinatario de un imperativo categórico: los seres de la raza de la que tanto él como Flaubert forman parte deben adoptar como una religión la renuncia a la esperanza y ponerse a la altura del destino; es decir, ser impasibles como él y aceptar las cosas tal cual son. Y, más aun, tienen que seguir adelante porque hay obras que deben ser creadas. Imagino que después de leer esas palabras Feydeau se debe haber tomado una botella de absenta (bebida que el mismo Flaubert calificó de “veneno excelentemente violento”). No sabemos si lo hizo o no, pero yo apostaría que sí.
En definitiva, siempre de acuerdo a esas palabras, el artista crea a través de sus experiencias —en el caso testigo, la del dolor— pero solo a condición de poder abstraerse de ellas y mirarlas desde otra perspectiva, casi como si no le hubieran ocurrido a sí mismo.
Quizá por esa razón Flaubert pudo retratar con tanta fidelidad, sutileza y variedad de matices el mundo burgués.
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