Tiene que ser sobre una superficie de madera.
Sin excepción sobre una superficie de madera. En cualquier asado que se precie de tal bajo el sol de la primavera -o del otoño- de Punta del Este los tragos y vasos de whisky, las cervezas y copas de vino descansan sobre madera, cuando no están en la mano.
O, en su defecto, sobre el pasto.
Tiene que haber un artista.
En cualquier asado que se precie de tal bajo el sol de fuera de temporada, es obligatoria la presencia de un artista. No es que en los asados de temporada no los haya: uno puede encontrar un artista de lo que se le ocurra en casi cualquier situación que involucre interacción social. Incluso las filas en las cajas de los supermercados son una clase de historia del arte contemporáneo si uno presta la suficiente atención.
Los asados de verano siguen otras reglas y en mi experiencia siempre, en el sentido absoluto que pocas veces se da a esa palabra, las conversaciones son mucho menos interesantes y (por lo general) lo mismo ocurre con las actividades asociadas.
Quizá por ese sesgo del que me hago cargo, no tengo demasiada memoria para los asados de los primeros días del verano a los que, alguna vez, fui invitada. Como experta en la memoria de las distancias cortas que soy, sí recuerdo casi todos los pequeños detalles intervinientes en la experiencia sinérgica constituida por un diálogo en el marco de un ambiente donde la estás pasando bien.
Una copa de vino sobre un tablón cualquiera de madera, un artista –siempre especial, esa raza jamás podría perderse en la masa informe del “cualquiera”- y una frase que, no lo dudo, estará grabada en mi memoria hasta el día en que ocurra mi muerte a manos de alguna obra traicionera:
—Hay que matar a la obra antes de que la obra lo mate a uno.
No es que no olvide esa frase por su originalidad, porque está documentado que otros la dijeron, aunque en otras palabras. No es que no la olvide por instinto de supervivencia (menos aún). No es que no la olvide porque la intención de escribir nos induzca a tener memoria orientada a las distancias cortas y a todo detalle que se pueda rescatar de cualquier conversación, por más intrascendente que aparente ser.
La recuerdo no porque, aunque de manera imperfecta, produzca algo que podría ser denominado como “obra”. Sino porque fue pronunciada en el contexto y el momento justos como para que pudiera recordarla e incorporarla al equipaje de visiones del mundo que me acompañan, dentro del que posee un lugar tan inviolable que nadie podría nunca ya no digamos arrebatármela, sino encontrarla siquiera a no ser que yo así lo elija.
Por eso hoy la expongo en este texto, como se expone algo en la gracia de saber que jamás nos podrá ser robado.
Una parte de la tarea de iniciar cualquier obra de algún carácter artístico es la obligación de asumir la decisión de cuándo darle un fin. Es posible tener esa decisión tomada en los papeles, pero no es tan sencillo el hecho de ejecutarla.
Es por eso que en el campo de la escritura la figura del corrector no solo existe para brindar un punto de vista que, en conjunto con el del autor, pueda aportar una visión superadora de ese enfoque individual limitado por las propias percepciones, sino –y creo que por sobre cualquier otro motivo- para ser el partícipe necesario en la muerte de la obra.
Quienes nos dedicamos a eso sabemos que, para el autor, la obra jamás estará terminada. Y lo podemos entender porque, más allá de que ninguna encontrará su final definitivo mientras haya algún observador que actualice su sentido, en sí misma la obra es la expresión de un ser incompleto que produce un ensamble de fragmentos de una experiencia a su vez recortada por la intervención ajena, que muchas veces se asume como propia de manera inconsciente.
Desde otra perspectiva, es justo reconocer el punto final de una obra –de cualquier obra- como la cristalización de ese momento, tan fugaz que escapa a los cánones del tiempo, donde quien la crea reconoce sus propios aspectos aún (tal vez a perpetuidad) en construcción y renuncia al deseo de que su obra sea una manifestación de aquello que cree, o le gustaría, ser: alguien completo. Y, en ese instante en que coloca ese punto final, se recuerda a sí mismo y nos recuerda a quienes somos alcanzados por los efectos de esa creación que tanto él como nosotros somos seres incompletos que dejamos testimonio de nuestras búsquedas a través de esas obras que decidimos compartir con el mundo.
Cada ejercicio de expresión que nos revela y expone como seres incompletos es, no obstante, una instancia de aprendizaje y en tanto tal de enriquecimiento de nuestra percepción. Nuevas percepciones amplían el horizonte de posibilidades de todo aquello que nos permitimos vivir y, en consecuencia, de todo aquello que podemos contar o, quizá más importante, de las formas en que podemos hacerlo.
No es la obra la que nos mata, sino más bien nuestro apego hacia ella. Poco a poco ese apego se convierte en el parásito que ocupa de manera estéril tiempo y energía creativa que ya no podrán hacer crecer la obra de ningún modo y, al contrario, en no pocos casos terminan deformándola.
Por eso, matar una obra no es solo un acto que preserva nuestra salud mental y es la condición de posibilidad del nacimiento de nuevas creaciones.
Es –en definitiva- un acto de justicia hacia ella y la manera de que pueda iniciar su verdadera vida, que es aquella que está más allá de nuestro control.
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