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Guías para escribir y misceláneas literarias

  • Foto del escritorAriana Riccio

El infierno, ¿son los otros? Cortázar, contingencias y confinamiento



"Los del 203 no tenían suerte; a su derecha estaba el hombre silencioso del Caravelle, ajeno a todo lo que ocurría en torno, y a su izquierda tenían que aguantar la verbosa indignación del conductor de un Floride, para quien el embotellamiento era una afrenta exclusivamente personal".

Sin duda no soy la única persona a la que se le vinieron a la mente ciertos cuentos de Cortázar en estos días. Desde distintas perspectivas, tanto el archiconocido “Casa tomada” como el también clásico (casi diría que le correspondería el atributo “de culto”) “La autopista del Sur”, han sido abordados por lectores del autor y puestos en relación con la situación que atravesamos.


De ese último cuento, por cierto, se hizo una adaptación en un comercial argentino realizado por Renault para su modelo Mégane, en épocas en las que la publicidad en nuestro país era muy diferente a la actual. Se manejaban otros presupuestos, por supuesto; pero también se manejaban otras ideas:





“(...) entonces me volvió la idea de que Celina había sido en cierto modo un monstruo como ellos, sólo que afuera y de día no se notaba como aquí”.

Celina nos mira sin vernos, acodada en la barra tomando una caña (nada de agua azucarada), mientras suena de fondo Anita Lozano en un lenguaje que todos conocemos pero pocos saben escuchar.


Celina, vestida de celeste, buscando su cielo, en una asociación que a Marcelo —el narrador de “Las puertas del cielo”— le parece tan discordante. Celina lleva su cielo consigo, solo que renuncia momentáneamente a él, por amor o porque, por aleccionamiento, supone que el cielo puede estar en esa incierta meta que buscan las procesiones que lo persiguen.


Y frente a ella, del otro lado de una grieta que es la misma que separa dos dimensiones que, aunque en apariencia cercanas, conservan entre sí la misma distancia que mantienen con recelo la vida y la muerte, la observa la mirada que codicia un cielo al que siempre proclamó despreciar.


Los papelitos aceitados por la pizza hirviente servida en el recinto que es la antesala del edén o del averno según el punto de vista desde el que se mire, el sudor que forma una canaleta, las lágrimas de los animales sanos y “de este mundo”: la grasa que cae por su propio peso. El mundo de los fluidos, de lo que se desborda, frente a un mundo aséptico. Paradójicamente (o no tanto) por momentos ese mundo se vuelve, para quienes son turistas en él, un objeto de deseo. Después de todo, la vida humana comienza en el contexto de un intercambio de fluidos, a diferencia de lo que ocurre con la muerte, que no es otra cosa que una parada en seco que no tiene posibilidad de ser revertida.


“Nada la ataba ahora en su cielo sólo de ella, se daba con toda la piel a la dicha y entraba otra vez en el orden donde Mauro no podía seguirla. Era su duro cielo conquistado, su tango vuelto a tocar para ella sola y sus iguales, hasta el aplauso de vidrios rotos que cerró el refrán de Anita, Celina de espaldas, Celina de perfil, otras parejas contra ella y el humo”.

Todos los cuentos mencionados al inicio de este texto hablan de la barrera que separa el “nosotros” de los otros. En la literatura, como en la vida, la identidad se construye a través de la alteridad. En “Autopista del sur” la identificación del otro se lleva a cabo atribuyéndole la denominación de esa metáfora industrial del cuerpo que, como él, está destinado a ir hacia adelante. Que, como él, también se desgasta; que —como él— también puede encontrar su destrucción en el choque con los otros o, por lo menos, su perjuicio en el mero roce. Que, como él, tiene un capital simbólico variable atado a las leyes de oferta y de la demanda de las que en ese plano lineal que lo impulsa a ir hacia adelante jamás podrá escapar.


Que posee dueños que, como señala el aviso de Renault al hacer (con suma astucia) propia una pregunta que está implícita en todo mensaje publicitario, se ven interpelados de forma compulsiva a responder: “¿Qué querés que un auto diga de vos?”, interrogante aplicable a cualquier objeto de consumo, material o simbólico.


En tiempos de aislamiento, el auto, esa coraza que nos aísla del entorno pero a la vez se comunica con él y justamente por eso nos resulta funcional es sustituida por la enunciación, a través de hechos o palabras, de aquello que consideramos que nos diferencia de “los otros” y, en ese acto de diferenciación, nos protege a la vez de ellos. Tanto da si es un conjuro o un placebo, mientras creamos en su eficacia.


“La muchacha del Dauphine le había dicho al ingeniero que le daba lo mismo llegar más tarde a París pero que se quejaba por principio, porque le parecía un atropello someter a millares de personas a un régimen de caravana de camellos”.


La conciencia de la alteridad a veces nos conduce a reconocer ciertos privilegios, devenidos de la clase (que es un concepto que parece gozar de mayor salud cuanto más intentan calificarlo de agónico), del grupo etario, del ambiente social en el que nos movemos, frente a esos otros que se quejan porque no les da lo mismo, porque su supervivencia está ligada a que los vaivenes del entorno no aplasten en su ir y venir ese frágil equilibrio en el que subsisten, inmersos en ese medio al que nunca lograrán adaptarse tanto como los camellos al desierto.


No siempre, sin embargo, resulta conducente para evaluar ni el impacto ni el origen de la queja. ¿Se trata de energía que en efecto puede lograr un cambio haciendo más audible el reclamo de aquellas voces que tienen menos peso que el silencio? ¿De energía mal enfocada que podría ser más productiva canalizada de otra manera? ¿De nuestro propio malestar, que proyectamos en los otros, frente a lo que en el cuento se describe como "la sensación contradictoria del encierro en plena selva de máquinas pensadas para correr"?

“Aparte de esas mínimas salidas, era tan poco lo que podía hacerse que las horas acababan por superponerse, por ser siempre la misma en el recuerdo”.


Nuestro propio movimiento nos da una medida del paso del tiempo: cuando nuestro paso se ve forzado a aminorar su velocidad o a detenerse debido a circunstancias que escapan a nuestro control, lo mismo parecen hacer las horas. Los recuerdos son, al fin y al cabo, una construcción de nuestra mente, en la que se filtran ciertos detalles y se conservan otros, pero matizándolos con los colores de nuestra percepción, que nunca se corresponderán con una representación fiel del original, ni con los recuerdos construidos por otros.


Pero, más allá de la identidad exterior que construimos en relación a esos otros, existe algo inmodificable que es el cimiento de esa construcción. Cuando miramos hacia los costados, podemos apreciar aquello que nos hace diferentes; si dirigimos la atención hacia adentro podremos escuchar la voz de todo lo que nos hace angustiosamente iguales a esos otros a los que les concedemos nuestro amor, nuestro desprecio o incluso la manifestación más cruel de este último: nuestra indiferencia.


Cuando estamos en movimiento es muy fácil encontrar, reafirmar y reasegurar la validez de todo aquellos que nos hace diferentes a los otros; aun en el medio de un embotellamiento cuyo final es incierto podemos abrir la puerta del auto y acceder a mundos ajenos. Pero en cuanto la cerramos incluso si tenemos acompañantes llegará un momento en el que deberemos enfrentarnos con la sombra constitutiva de esa creación llamada identidad que presentamos al mundo.


“Sin que pudiera saberse por qué, la resistencia exterior era total; bastaba salir del límite de la autopista para que desde cualquier sitio llovieran piedras”.


Las circunstancias externas nos recuerdan aquellos que somos en esencia. Cuando lo hace de manera repentina, por lo general no estamos preparados para enfrentarlo y se recurre al instinto más primario de atacar al espejo que nos enfrenta a nuestra desnudez; es decir, los otros.


“(...) y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante”.

En “Casa Tomada”, en tanto, asistimos a la pérdida progresiva de un espacio al que no se lucha por conservar, quizá porque no se considera que se lo merezca.


“Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza. –No está aquí. Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa”.

Nos asomamos, también, a la amenaza invisible que ni siquiera se puede nombrar, a lo abstracto que se reduce a una sensación que no puede ser conectada con las múltiples facetas concretas que lo representan. Y, en esa imposibilidad de ver el todo, se persiste en el aislamiento de la parte que se percibe como amenazante, cuyas características se desconocen y contra la que, por lo tanto, no se sabe cómo luchar.


Cortazár declaró en una entrevista otorgada a Joaquín Soler Serrano en 1977 (la recomiendo, y mucho más por estos días) que “Casa Tomada” es una pesadilla plasmada en papel. Y, por lo tanto, podemos considerarla como un puente entre lo interior y lo exterior. Entre lo que reconocemos de nosotros mismos, y aquello que acerca de nuestras propias luces y sombras nos cuentan los otros. En conjunto, una trama universal urdida con los hilos de micromundos particulares, guiados por una mano cuyas intenciones no alcanzamos a comprender.


“Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar”.


Pensar es un ejercicio natural, o tal vez un ejercicio antinatural impuesto al ser humano para recordarle que su conocimiento jamás será absoluto, que siempre deberá ser perfeccionado. Es la condición que nos hermana y la acción que todos realizamos de manera constante aun sin ser conscientes de ello y, además, es inevitable. El problema, en el que causal o casualmente por lo general no pensamos, es a qué temas le estamos dedicando ese enorme caudal de energía consumido por el acto de pensar.


El antes y el después de algo suelen delimitarse a partir de un hito, de algo que hace imposible pensar en lo que queda a nuestras espaldas de la misma manera en que lo hacíamos cuando podíamos verlo cara a cara. ¿Se puede regresar a la normalidad después de haber vivido una etapa donde la anormalidad se torna rutinaria? ¿Cómo se vuelve al concepto de norma? ¿En qué momento comenzamos a aceptar como normal aquello que nos horrorizaba? Esa pregunta es engañosa porque reconfirmamos algo que ya sabíamos pero que a veces pretendemos negar: que no existe la normalidad; al menos no para nosotros, miembros de una sociedad donde la suma de anormalidades toleradas conduce a una convención de normalidad.


¿Cómo se puede retornar al cielo después de haber conocido el infierno?


El cielo, al fin y al cabo, debería ser aquel lugar en el que se disuelvan las fronteras entre nosotros y los otros, porque ya no tendrían sentido. Y, entonces, ¿cómo podríamos definir al infierno?

PH: Manic Quirk - Unsplash

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